No soy psicólogo y no sé hasta qué punto influye en la vida de cada uno el colegio donde estudia. En mi caso, sí puedo decir que Portaceli ha sido crucial en momentos decisivos; quizá no tanto por la educación recibida, igual la podría haber recibido en otros colegios, como por las personas que, de manera directa o indirecta, entraron en mi vida. Allí, primer COU mixto, conocí a la que después sería mi mujer y madre de mis tres hijos. A día de hoy, varios de mis mejores amigos siguen siendo compañeros del colegio.
Entre los jesuitas, el P. Manuel Prados con sus ejercicios espirituales y sus veranos en San Clemente. Esa amistad duró hasta su fallecimiento en 2006 y, sin duda, él fue el responsable de que la espiritualidad ignaciana calara dentro de mí y, aun de manera inconsciente, la adoptara como norma de vida.
Mucho más tarde conocí al P. Fernando López. Los que le conocéis sabéis cómo engancha. Nuestra amistad le llevó a invitarme al Sínodo para la Amazonía en Roma durante el mes de octubre de 2019. Fueron solo cinco días; suficiente para dar un giro a mi vida. Allí decidí sumarme al Equipo Itinerante que, con base en Manaos -Brasil-, él lidera para recorrer toda la Amazonía buscando la protección de sus habitantes y sus territorios.
La decisión, un poco impulsiva, había que pasarla por el filtro del discernimiento. Para ello, decidí llevarlo a la oración durante ocho días de ejercicios espirituales. Me sumé a una tanda de ejercicios que acompañaba el P. Pablo Ruiz, aunque le pedí que, debido al tema específico que quería discernir, me diera los ejercicios de forma personalizada. Recuerdo que, en aquella tanda, en un momento que daba los puntos del día al grupo, dijo un poco en broma: “tengan cuidado con lo que le piden al Señor porque a veces lo concede”. Conmigo fue dicho y hecho. De aquellos ejercicios salí reforzado en mi convicción de unirme al Equipo Itinerante a partir del verano de 2020.
Lo que el Señor te concede no siempre se concreta de la manera como uno lo había proyectado. Así, llegó la pandemia y con ella se cerraron las posibilidades de viajar y el confinamiento. A Fernando López le pilló el confinamiento en la ciudad de Iquitos -Perú- sin posibilidad de regresar a Brasil; allí tuvo que permanecer varios meses alojado en la hospedería del Vicariato Apostólico San José del Amazonas. Durante su estancia tuvo conocimiento de la existencia de un hospital rural “perdido” en plena selva amazónica, en la localidad de Santa Clotilde, dependiente del Vicariato, que pasaba por una situación apurada por carecer de personal médico. Le faltó tiempo para llamarme y ofrecerme cambiar mi disponibilidad para integrarme en el Equipo Itinerante por acudir a este hospital y paliar su situación.
Desde abril hasta noviembre fueron largos meses de gestiones a nivel del Consulado de Perú en Sevilla y del Vicariato en Perú. Al final conseguí un visado y un pasaje en un vuelo de repatriación que me permitieron entrar al Perú el 29 de noviembre de 2020, en plena pandemia del Covid 19.
Santa Clotilde está a orillas del río Napo, un afluente del Amazonas, a siete horas de la ciudad de Iquitos por barco. No hay carreteras, todo el territorio es pura selva. El hospital es pequeño, unas 35 camas, y desde ahí atendemos unos 25000 habitantes, en su mayoría indígenas, repartidos en 111 poblados a lo largo de 500 kilómetros por la cuenca del río Napo, un territorio declarado de pobreza extrema por el propio Estado Peruano. Todos los desplazamientos son por vía fluvial, lo que en muchos casos supone horas y hasta días de viaje. Somos la única institución sanitaria en 500 kilómetros.
Tres cosas te impactan al llegar a estas tierras: el clima tropical, caluroso y húmedo, que te hace sudar continuamente y la pobreza a todos los niveles; el contrapunto lo pone la belleza y exuberancia del paisaje, aquí todo crece a lo grande en cantidad y en tamaño, incluidos los aguaceros y tormentas. A veces, los voluntarios que se animan a venir desde España para pasar aquí una temporada me preguntan que cómo es esto, mi respuesta es siempre la misma: “la selva engancha”. Los pobladores son muy humildes, visten ropas muy sencillas y gastadas y muchas veces van descalzos. Sus casas son de madera, muchas veces sin compartimentación interior, solo una especie de cajón con un tejado de hojas de palmera o de calamina, donde hacen toda la vida y duermen hacinados en hamacas o en el suelo echados sobre una manta. La economía es de subsistencia: caza, pesca y una agricultura básica, fundamentalmente de yuca, para consumo propio o crían gallinas para tener carne y huevos; además aprovechan lo que les regala la tierra como plátano, mango, aguacate (aquí le llaman palta), guayaba, toronja, coco, piña, aguaje, camu-camu…
El comercio es mínimo, algunas tiendas con artículos básicos y algunos establecimientos que ofrecen comida casera. No hay industria, mejor dicho, la riqueza de la Amazonía que es mucha: petróleo, madera, minería, oro, agua… está en manos de las multinacionales y los indígenas no solo no perciben nada de esa riqueza, sino que muchas veces sufren la explotación y el acoso de empresas ilegales que los expulsan de sus territorios para explotar sus recursos y, si se niegan a abandonarlos, los matan. En la selva el descontrol es total.
Tenemos un colegio que también depende del Vicariato y ofrece todos los grados, desde inicial (3 años) hasta 5º de secundaria (17 años), para 1300 alumnos. Lo gestionan unas monjas de una orden llamada Siervas de Jesús Sacramentado. Está concertado con el estado y tiene 89 profesores contratados. También dispone de un internado con capacidad para 400 niños porque muchos viven en comunidades a varias horas de distancia y no pueden ir y volver cada día a su casa. Lamentablemente, el Gobierno Regional ha suprimido este año la subvención y los niños en agosto tendrán que dejar el internado. Aquí el curso escolar dura desde marzo hasta diciembre.
El hospital está concertado con la sanidad pública regional. A pesar de ello, cuenta con medios muy básicos. Los pocos médicos y otros profesionales que acuden aquí son jóvenes recién terminados que acuden para cumplir un año de servicio rural, obligatorio para poder ejercer en la sanidad pública. No hay especialistas, aunque a veces recibimos voluntarios extranjeros que vienen por cortos periodos de tiempo. Desde mi llegada la gerente me hizo responsable del área médica, supongo que por mi veteranía y mi intención de quedarme aquí largo tiempo; me planteé la necesidad de mejorar el hospital aumentando la cantidad de servicios que debíamos prestar. Gracias a unas subvenciones extra que recibimos a causa de la pandemia y a unas importantes donaciones de alguna ONG pudimos adquirir equipos de ecografía y radiología; solo faltaba ponerlos en marcha. Con la ecografía sí me defiendo, pero radiografías no había hecho en mi vida. Me tuve que desplazar a una clínica de Lima durante una semana para aprender a manejar el equipo y ponerlo en marcha. También tuve que convalidar mi título de medicina y superar un examen al estilo del MIR español para poderme colegiar en el Colegio Médico de Perú y ejercer legalmente. Otro de los proyectos que vi de urgente necesidad fue montar un banco de sangre. Tenemos pacientes con hemorragias severas y anemias muy graves por otras patologías, incluida la desnutrición, que necesitan transfusiones de sangre. Siete horas de viaje hasta Iquitos para que les transfundan pueden costarles la vida.
Como hospital atendemos todo tipo de patologías en pacientes hospitalizados, en emergencias y en consultas externas, muchos de ellos niños. Las familias son muy numerosas, frecuentemente con 8 o 9 hijos (he llegado a asistir un parto que hacía el hijo número 14), eso aumenta la carencia de recursos, los hijos son desatendidos, la higiene es mala y la alimentación peor; muchas veces los padres salen a buscarse la vida y es el hermano mayor (quizá no tiene más de 7 u 8 años) el que cuida de los pequeños. Consecuentemente aparecen las infecciones, parasitosis, desnutrición y anemia. Las grandes distancias desde los poblados al hospital hacen que muchos partos tengan lugar en el domicilio propio sin atención sanitaria y que aparezcan más complicaciones, incluso muertes maternas. A todo ello se suman las enfermedades propias de esta zona (malaria, dengue, Chagas, chikungunya, ofidismos) prácticamente desconocidas en España y para mí.
Los casos que no podemos resolver en Santa Clotilde tenemos que referirlos a Iquitos. Así pues, me planteé la posibilidad de hacer intervenciones quirúrgicas como cesáreas, apendicitis y otras abdominales que fueran de urgencia vital y no llegarían a tiempo a Iquitos. Tenemos quirófano, pero no anestesista. Solución: me fui por otros quince días a un hospital de Lima a aprender a dar la anestesia raquídea. ¡Bienvenidos a la selva! Aquí hay que salir adelante como se pueda. Lo cierto es que estoy aprendiendo más medicina a mis 67 años que en toda mi vida anterior. Afortunadamente, cuento con compañeros de diversas especialidades que me apoyan desde España en las múltiples dudas que me surgen.
No queda todo ahí. Como voluntario estoy acogido por el Vicariato en calidad de misionero laico. Eso implica integrarme dentro del equipo de pastoral, concretamente me metí en el grupo de pastoral social. Los problemas sociales son tremendos, muchos de ellos por la cultura propia. El alcoholismo, hombres y mujeres, es el deporte nacional en muchas comunidades. El machismo en grado superlativo es la norma, aquí la mujer no vale nada y su autoestima es nula si no tiene un hombre o no es fértil. Las violaciones, infidelidades, abusos sexuales y agresiones están a la orden del día y los menores también las sufren. Desde el colegio se va intentando cambiar esa mentalidad, pero es muy difícil cuando los niños lo están viviendo y sufriendo en casa. Tienen traumas importantes y hasta hemos tenido dos suicidios recientes de menores. Contrasta con todo ello el sentido profundo de familia y cómo se unen y apoyan entre ellos en los momentos más críticos. Como anécdota, me contaba una de las monjas del colegio lo siguiente: Hace varios años inauguraron en Santa Clotilde una pollería (aquí el pollo es el alimento estrella y hecho a la brasa una exquisitez). Las monjas decidieron invitar a la pollería a un grupo de los niños más necesitados del colegio. Os podéis imaginar la ilusión de los chavales que nunca habían comido pollo a la parrilla. Ese día iban todos bien aseaditos, vestidos con sus mejores galas, los zapatitos de las ocasiones… Sentados ya a la mesa les sirven su plato de pollo a la parrilla con papas fritas. De pronto las monjas se dan cuenta de que los niños le daban un bocadito al pollo y lo dejaban para seguir comiendo solo las papas. Ellas les preguntan si es que no les gusta el pollo… “Sí, hermana, es que lo vamos a llevar a casa porque nuestros hermanos nunca han comido esto”.
Para mayor desgracia del pueblo y su pobreza, tampoco nos libramos de los desastres naturales. Las crecidas del río provocan inundaciones que afectan a las casas más cercanas a las orillas. El río corre con tanta fuerza que arrastra mucha tierra. El pasado mes de enero un corrimiento de tierras se llevó gran parte de las casas de primera línea. Hubo que realojar a muchas familias. Tampoco nuestra iglesia se libró y quedó inutilizada por lo que fue necesario habilitar un viejo almacén como iglesia provisional.
La parroquia la llevan un sacerdote y un hermano franciscanos. Las misas de domingo, sin descuidar lo esencial de la liturgia, son muy diferentes; hay mucho de inculturación. Por ejemplo, a muchos en España les resultaría chocante que para la lectura del evangelio apareciera desde el fondo de la iglesia una muchacha portando el libro de las lecturas en alto y, bailando al son de una danza de la selva, lo acercara hasta el altar; igualmente en el ofertorio diversos feligreses, bailando a ritmo de danzas indígenas, ofrecen no solo el pan y el vino sino otros alimentos, útiles de trabajo, herramientas, flores, juguetes, incluso niños y hasta la bandera del Perú. Muchos cantos y bailes con palmas se producen en otros momentos de la misa que puede durar tranquilamente dos horas, pero para nada se hace larga. Cada domingo, al finalizar la misa, los niños que han cumplido años esa semana se acercan al altar, el sacerdote los bendice y todos les cantamos el cumpleaños feliz; como no hay tarta soplan las velas del altar.
Todavía tenemos muchos proyectos de mejora de nuestras instalaciones y nuestros servicios: remodelar el hospital que necesita grandes reparaciones por su antigüedad, ampliar la batería de análisis que podemos hacer, informatizar todo el hospital (el papeleo es horrible y nos hace perder mucho tiempo), mejorar la red de comunicación, especialmente el internet que ahora es bastante deficiente, adquirir una hidroambulancia nueva… Sé que todo ello irá lento porque depende de la generosidad de aquellos benefactores que nos quieran apoyar.
En lo personal me siento un privilegiado. Vivo con los pobres, pero no como los pobres. Tengo un apartamento cómodo que me ofrece el hospital, buena comida y soy muy respetado y querido por la población. Desarrollo una actividad que me gusta y me llena. La vida es tranquila y no echo de menos ninguna de las “comodidades” que ofrece el “primer mundo”; cuando uno se adapta a esta vida se da cuenta de cuánto nos sobra y cuántas cosas prescindibles hasta nos quitan el sueño muchas veces.
Finalmente, quizá os preguntéis qué mueve a un médico ya jubilado, con hijos, nietos, amigos, sin problemas económicos, buena salud y completamente libre para “disfrutar de la vida” a dejarlo todo y dar este giro a su vida. Otras personas tendrán otras respuestas, la mía solo es una: tener la certeza, sustentada en la oración diaria, de que es lo que Dios me pide ahora para mi vida.
Norberto Aramburu Bodas
Santa Clotilde, Perú. Julio de 2022.
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